EL SURUBÍ YAGUARETÉ

 

Cuento: Natalia Bindenmaister

Arroyo Carapachay

 

 

 

 

I. Alberto Núñez y el robo

Había una vez una escuela en la isla, en el Delta.

Donde ahora es la escuela, antes era una Fábrica de Sidra.

Padres y maestros con un gran esfuerzo compraron el terreno y empezaron a pagarlo en cuotas. Detrás de lo que ahora es la escuela están los galpones abandonados de la fábrica.

Se cuenta que dentro hay un gran animal monstruoso, mezcla de Surubí con Yaguareté con una pileta gigante para él. Este monstruo custodia, según dicen, un tesoro que dejó ahí el dueño de la fábrica de sidra, Alberto Núñez.

Dicho tesoro era un robo que Núñez había hecho a un banco. Fue un robo muy conocido, colosal y extraordinario porque hizo un túnel que daba al Río Luján, así que la policía perdió la huella y nunca encontraron al ladrón.

Alberto Núñez con parte del dinero armó su fábrica de sidra muy próspera. La sidra era deliciosa y muy reconocida en todo el país. Cada navidad y año nuevo era la sidra con la que todo el país brindaba.

Aparte de ladrón, Núñez era un loco inventor: la sidra, el túnel que daba al río y El Surubí-Yaguareté.

Al pasar los años, Alberto Núñez se fue arrepintiendo del robo, abandonó la fábrica, que fue muy exitosa, y sus galpones con el gran Surubí-Yaguareté custodiando el tesoro.

Con gran tristeza se fue a navegar sin rumbo y no volvió. Algunos dicen que lo vieron por la tercera sección pescando.

 

II. La escuelita

La escuela, donde antes estaba la fábrica de sidra, prosperó, se convirtió en una escuela grande, llena de niños y niñas.

Padres maestros seguían pagando, en cuotas, la compra de la escuela pero por más que hacían muchos esfuerzos por juntar el dinero, no estaban llegando a pagar las últimas cuotas que le faltaban.

Si no pagaban, podían perder la escuela. En el jardín de la escuela, hay un árbol de nogal enorme que da muchísimas nueces y pecanes. Los chicos en el recreo juntan las nueces y juegan que son un tesoro que hay que esconder. Pero a Azul, Carolina, Adrián y Carlos les parecía un juego de chiquitos comparado con la aventura que estaban planeando. ¡Ese sí que era un verdadero tesoro!

 

Ill. Los Galpones y el Surubí Yaguareté

Azul, Carolina, Adrián y Carlos conocían la leyenda del Surubí-Yaguareté y estaban seguros que en uno de los galpones de la fábrica de sidra estaba el Surubí-Yaguareté y por ende el Tesoro de Alberto Núñez.

La intriga y las ganas de tener el tesoro, para no perder su escuela, los llevó a organizar una expedición a Los Galpones.

Quedaron en encontrarse un sábado a la tarde. Todos llegaron puntuales con sus canoas.

Adrián y Carlos trajeron herramientas, chicles porque les encantaban los chicles; Azul y Carolina las linternas, comida para los perros, un machete y diferentes especias. Empezaron a caminar, tiraron comida a los perros y pasaron.

Llegaron al terreno donde estaban Los Galpones, tenía una reja bastante alta, escucharon un extraño sonido, las chicas se abrazaron, los chicos saltaron para atrás. Saltaron a la reja.

Ya estaban en la puerta del Galpón y volvieron a escuchar un sonido aterrador.

Abrieron la puerta.

El galpón era inmenso, tanto que no llegaban a ver justo donde estaba el otro extremo del galpón.

Todo el galpón estaba lleno de vegetación, era un monte dentro de un monte, tanto que tapaban las ventanas y tuvieron que encender las linternas. 

Escucharon lechuzas, les pasaron murciélagos por sus cabezas.

Avanzando se encontraron casi al final del galpón donde estaba el «famoso piletón del Surubí-Yaguareté”, pero ya no parecía un piletón sino que parecía una gran laguna.

Carolina pegó un grito descomunal, todos gritaron. Avanzaban hacia ellos dos cocodrilos.

Todos corrieron y se treparon a un árbol pero no era muy alto.

Los chicos y las chicas, desde el árbol, atacaban con lo que tenían pero el final estaba dicho. Una voz, una orden, detuvo a los cocodrilos: «Si entraron, es porque algo quieren». Los cocodrilos retrocedieron.

Majestuosamente entró el Surubí-Yaguareté. Los chicos no podían creer lo que sus ojos veían.

Carolina grito: «Necesitamos el tesoro que custodiás». El Surubí-Yaguareté lanzó una carcajada y dijo: «Eso parece imposible, ¿por qué creen que se los voy a dar?».

«Porque lo necesitamos para poder tener nuestra escuela, si no pagamos lo que debemos nos cierran nuestra escuela», dijo el Carlos.

«Eso a mí no me importa». Se dio media vuelta y les dio una orden a los cocodrilos para atacar pero Azul rápidamente ante el miedo reaccionó: «¿Qué le dijo una morsa a otra? Un silencio se apoderó del lugar. Azul dijo: ¿Almorzamos?»

 

Todos se quedaron descolocados y rápidamente para no da tiempo a pensar Azul prosiguió:

 

Adivina adivinador

Nunca podrás alcanzarme

por más que corras tras de

mí, aunque quieras 

retirarte, siempre 

estaré tras de ti.

 

¿Qué es?, preguntó Azul.

Y casi olvidándose que era el Surubí-Yaguareté, contestó: La Sombra.

Una emoción increíble lo invadió, este juego lo conocía bien, era su predilecto. Cuando venía su padre a darle de comer y tener charlas en el piletón, le decía: «Adivina adivinador».

Y cuando su padre, Alberto Núñez, se fue para no volver, nunca volvió a jugar ni tampoco a hablar con alguien.

Miró a la niña y le dijo:

 

Hay quien bebe por la boca,

que es la forma de beber,

pero sé de alguien que bebe

solamente por los pies.

 

Carolina, emocionada que la sabía, le contestó: el árbol. Ya siguieron un par de horas. Todos sentados en ronda, niños, cocodrilos y el Surubí-Yaguareté.

Se dice que el Surubí-Yaguareté les compartió un poco del tesoro y no perdieron la escuela. También se dice que muchos días todos los niños juntos con los maestros se van a tomar el té al galpón del Surubí-Yaguareté y comparten rondas de adivinanzas.

 

 

 

 

Este cuento es parte de Bestiario fantástico de islas (Ediciones Genoveva), un libro comunitario de cuentos escritos por las y los habitantes del Delta “sin distinción de secciones, ya que para nosotros la isla es una sola y eso incluye también a la isla Martín García”, según cuentan en el prólogo Gabriel Martino y Marisa Negri, compiladores del bestiario.

 

La biblioteca popular Santa Genoveva está en el Arroyo Felicaria, San Fernando. Trabaja y sueña con la comunidad desde 1958, cuando se fundó como Sociedad de Fomento. Cuenta con una bibliolancha que recorre las islas, un grupo de teatro, huerta y otros talleres. En 2018 fundó Ediciones Genoveva, destinado a la difusión de la literatura isleña. Chistifuí es una de las formas de llamar al benteveo, pajarito muy frecuente en la isla y el nombre que eligieron para la colección en la que reúnen poemas y relatos de habitantes del Delta. Mitos que viajan por el agua es el primer libro de la colección.

 

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