HASTA QUE EL PANCHO NOS SEPARE

Cuento: Nahuel Leal,
Myriam Juárez, Milagros González,
Agustina González y Agustín Gomez Osti.

6 de febrero. Ese fue el día en que Nahuel Sánchez y Brisa Martínez se conocieron en la Universidad Nacional Scalabrini Ortíz, apenas empezaba el curso de ingreso. Ellos no lo sabían, pero desde ese momento su vida cambiaría para siempre.

Él, tucumano, había llegado a Zona Norte con una mezcla de emoción y ansiedad. Su decisión de dejar el pueblo para estudiar la carrera de Ciberseguridad en Buenos Aires había sido un paso audaz y la vida universitaria en una ciudad desconocida le resultó abrumadora al principio. Se alojó en el departamento de su tío Tito, que lo había dejado quedarse con una sola condición: “Nahue, acá solo se comen panchos de Coquito”. Eso, que en principio le pareció una anécdota graciosa con la que le contaría a sus amigos que su tío lo había recibido en Buenos Aires con panchos de menú, se convirtió en un mandato cuando Tito murió sorpresivamente a solo dos días de haberse mudado.

Brisa era una chica de Martínez que había vivido toda su vida en un barrio privado. Nunca había viajado mucho ni sabía bien dónde quedaba Tucumán. Había decidido ir a la  universidad como quien hace las cosas sin pensarlo demasiado. Sabía que eso iba a dejar contenta a su familia y quería que estuvieran orgullosos de ella. Sin embargo, elegir Desarrollo de Videojuegos como profesión sí había sido una decisión personal. Le ilusionaba mucho aprender cómo hacer eso que siempre la había divertido. Brisa había crecido con todas las consolas y los títulos que había querido y se había vuelto una especialista.

Era una chica de rutinas. Así como podía estar horas hasta conseguir pasar de nivel con sus juegos preferidos, no podía faltar a ningún “jueves de amigas”. Entre todas tenían un ritual inamovible: desde segundo año de la secundaria iban a comer todos los jueves al mediodía a la Panchería Blancanieves, que quedaba en el barrio donde ella había nacido. Las chicas opinaban que la calidad de las salchichas que vendían ahí, junto con los “toppings” -como les decían- era definitivamente superior a cualquier otro lugar de la zona, pero Brisa tenía otras razones para ir. El lazo que la unía iba más allá de la comida. Blancanieves le traía recuerdos de su infancia, especialmente de  los domingos que pasaba con su abuelo Raúl, tataranieto del hombre que le daba nombre a la localidad. Cada visita a Martínez era para ella un viaje nostálgico al pasado, una forma de mantener viva la memoria de su abuelo y volver a sentir la conexión especial que compartían.

“Vida Universitaria” fue la materia que los encontró. Aunque Nahue y Bri estudiaban carreras distintas, esa era compartida a todas. No pasaron muchas clases hasta que se dieron cuenta de que tenían una química especial. En cada recreo o después de cursar se hablaban cada vez más y, teniendo la materia como excusa, pasaron mucho tiempo juntos. Nahuel admiraba la pasión de Brisa por los videojuegos y la forma en que podía hablar durante horas sobre ellos con entusiasmo. Ella encontraba fascinante la determinación de él para aprender sobre ciberseguridad y su habilidad para resolver problemas complejos.

El día en que los dos rindieron el examen para aprobar la materia, ella sorprendió a Nahuel y, antes de que él lo hiciera, lo invitó a salir. Además de aceptar antes de que Brisa terminara la frase, le dijo rotundamente que sí pero que él invitaba y elegía el lugar. No le había contado a Bri sobre la pérdida de su tío, y creía que contárselo comiendo un pancho de “Coquito” sería la mejor manera de hacerlo. Sin embargo, cuando cruzaron la vía de la estación San Isidro del Mitre, ambos vieron que la famosa panchería ya había cerrado. Entonces ella propuso tomarse el próximo tren  para ir a su barrio y comer en “Blancanieves”. Nahuel no solo se negó, sino que le dijo: “No sabía que en los barrios privados les gustaba comer basura”. Ella se sintió muy atacada con su reacción porque más allá de la comida, él se estaba mofando de su abuelo, de sus costumbres y su infancia. Ese parecía ser el principio del fin.

La discusión se intensificó mientras intentaban decidir qué hacer. Nahuel defendía  su postura de no querer comprometerse con “Blancanieves” y Brisa expresaba  su frustración por la falta de disposición de Nahuel para adaptarse. El ambiente se puso tenso entre ellos. Los intercambios fueron cada vez más cortantes y las miradas, de decepción.

Cada uno volvió a su casa sin comer nada, pero la tensión se mantuvo por una semana hasta que Nahuel, arrepentido y triste por su actitud, citó a Brisa en su departamento.

Ella tardó en contestar, pero le terminó diciendo que sí. Se tomó el Mitre y llegó a la puerta del 2D, en la calle Martín y Omar. Se abrazaron y Nahue abrió su corazón. Le contó toda la historia de su tío mientras ponía una olla de agua a hervir. Esperando a que se hagan las salchichas, ella también confesó el porqué de su mayúscula molestia, y habiéndose perdonado, se sentaron a comer.

Ese pancho, hecho en una hornalla de una cocina a gas vieja y maltrecha, era tan rico que parecía haber borrado toda diferencia. Al día de hoy, Brisa y Nahuel siguen juntos y se juraron amor… hasta que el pancho los separe.

Este relato fue uno de los más votados por las y los estudiantes de la materia introductoria a las carreras del Departamento de Diseño, la Comunicación e Innovación Tecnológica de la Universidad Nacional Raúl Scalabrini Ortiz (UNSO), en el marco de un concurso organizado por el equipo docente de la asignatura, a cargo de la profesora Celeste Gomez Wagner. "Qué contamos cuando nos contamos" fue el nombre del concurso, que tuvo como hilo conductor y escenario principal al Conurbano Norte.

Gracias a la articulación entre Timbó y el Departamento de la Universidad, usted lector, lectora, conoció este relato escrito grupalmente con el pseudónimo Nick Fury y sus vengadores por Nahuel Leal, Myriam Juárez, Milagros González, Agustina González y Agustín Gomez Osti.

 

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